Era un
hombre común. Pasaba por entre la multitud, sin despertar sentimiento alguno.
Todos los días iba de su casa al trabajo y viceversa. No había algo que lo
incitara a sonreír. Su vida se había convertido en una sarta de sueños
truncados, la monotonía era su horizonte.
Pablo se
había casado con Matilde hacía veinte años. De esa unión nacieron tres amores.
Eran los ojos de Pablo pero se convirtieron en la vida de Matilde. Todo en su
casa cambió. La atención fue trasladada, única y exclusivamente para los hijos.
En esas noches de insomnio Pablo se volteaba y comenzaba a acariciar a su mujer
sabiendo que estaba listo para hacerla sentir el calor de un hombre pero ella
le apartaba la mano y se volteaba haciéndose la dormida. Pablo, muchas veces se
vio en la necesidad de recurrir a esa técnica tan vieja para desahogar las ganas
que tenía por sentirla y dejar así todo su manantial dentro de sus entrañas.
Sólo que esa noche no sería.
A la mañana
siguiente Matilde no comentaba nada y se adentraba a los quehaceres de su casa
y sus hijos. Así fueron pasando los años y Pablo había ideado una forma de auto
satisfacerse. Jamás dejó de intentarlo con Matilde pero aparecieron otros
motivos del por qué “No”. Una noche eran los trillados dolores de cabeza, otros
la menstruación, el niño requiere mi presencia y pare de contar. Se había convertido
en una misión imposible. Él estaba muy enamorado de su mujer y por eso, también
la justificaba.
Así fue
pasando el tiempo y ya Pablo y Matilde no se encontraban, como mujer y hombre
para hacer el amor. Ambos fueron envejeciendo, él con sus anhelos represados y
ella con la decisión de ser ama de casa y más nada.
Para el
mundo eran el matrimonio perfecto. Jamás se les oyó discutir, se les veía
siempre en familia y se suponía que eso era lo que importaba para la sociedad. Pablo jamás había
traicionado a Matilde. Como dije el “Matrimonio perfecto” Solo que la procesión
iba por dentro y sin saberlo se encontraba a punto de explotar.
Cierta
tarde, que Pablo salía del trabajo, el jefe le pidió que se quedara una hora
más para que terminara un análisis de venta que tenían que exponer al día
siguiente en la reunión de socios. Para Pablo era algo de rutina, no había por
qué correr para ir a la casa, total no encontraría nada distinto a lo de todos
los días.
Ya rondaba
por los sesenta años y a pesar de su edad, la vida había sido benévola con él. Se mantenía en muy buenas condiciones. Le gustaba correr de vez en cuando para desestresarse e iba todos los sábados al parque y se quedaba tres horas. Sobre el asfalto dejaba la impotencia de no poder tener una vida sexual como todo el mundo lo hacía.
Ese día
salió del trabajo a las nueve de la noche. Fue a la estación del tren encontrándola
bastante despejada. No era común que él estuviera a esa hora en el tren. En el
andén habían pocas personas esperando. Se había llevado algo de trabajo
que debía terminar para el día siguiente. Se dijo, lo leo en el tren mientras
viajo y al llegar a casa le hago las correcciones que necesitare.
En la
distancia se oyó el pito del tren, que anunciaba su llegada. Al detenerse abrió sus puertas
y su interior estaba sólo. Los otros pasajeros se embarcaron en distintos lugares del tren por lo que a él le tocó uno vacío. Mejor, se dijo, así no me interrumpen y
trabajo un poco.
El tren
salió de la estación entre chirridos de metales y bamboleo del vagón donde
viajaba. Sacó sus lentes y se dispuso a leer el documento que llevaba. La
distancia entre su trabajo y su casa eran de unas dos horas, así que tendría
tiempo hasta de echar una pestañada. Inmerso en los papeles no observó que una
joven, de unos veinticinco años, se había colado al lugar donde él estaba. La oye carraspear y al bajar el documento se encontró con una joven
hermosa, blanca cual la nieve, el cabello alborotado del color de un atardecer.
Sus ojos oscuros, como los de esas niñas traviesas, estaban sobre él, mientras jugaba con un mechó de su pelo,
cosa que lo puso nervioso y sin saber hacia dónde mirar. Decidió regresar a lo
que estaba haciendo. De repente sintió que unas manos le acariciaban la pierna
y soltando las hojas vio que la joven estaba de rodillas entre ellas. Qué
haces, le pregunta, tratando de alejarse de esas manos. Ella sólo movía sus manos entre sus muslos acariciándolo con vehemencia llegando hasta su ingle. Pablo no
atinaba a gritar o a decir algo más alto que un “No” No lo hagas, No, No sigas
pero ella sin dejar de verlo a los ojos le agarró el cinturón y lo fue soltando poco a poco. Pablo sentía que lo cubría una fuerza eléctrica y que su voz salía
más queda cada vez pero siempre le repetía “No, No lo hagas” “Detente por
favor” su voz no era escuchada ya era como el silbido de un asmático, apenas audible lo que salía de su boca. La chica ya le bajaba el cierre. No había nadie
en ese vagón, a parte de ellos. Nadie vio lo que pasaba. El movimiento del tren
aunaba más la sensación de placer que iba creciendo en Pablo. Sus ojos no daban
crédito a lo que le estaba pasando y aún a lo que estaba sintiendo. Siempre
había pensado, dado que Matilde no quería hacer el amor con él, en lo que
llevaban de matrimonio, imaginó que estaba muerto de sensaciones y en ese
momento su cuerpo era un manojo de ellas, indicándole que estaba más vivo que nunca.
Sus manos eran
delgadas, con dedos largos y calientes. Con toda la destreza del que ha
realizado ese movimiento, le sacó el pene y se lo llevó a la boca. Una boca carnosa y rosada, que junto a una lengua conocedora de lo que debía hacer, lo excitaba cada vez más. Quería
gritar pero no podía, las sensaciones subían y bajaban en su cuerpo. A cada
succión era una delicia indescriptible, a cada mordisco la locura total. Pablo se retorcía en el asiento
agarrándose de los posa manos, cada vez que esa boca subía y bajaba por su miembro, dejando resbalar su saliva hasta su ropa. Así
estuvieron unos minutos y como mujer entendida de lo que hacía, se subió a las
caderas de Pablo y penetrándose ella misma lo cabalgó como una amazona
enloquecida. Él al fin se entregó a los hechos y la tomó por sus ancas obligándola a sentirlo más y más profundo. Ya era ese hombre que una vez había sido
y respondió como sólo él sabía hacerlo. Fueron minutos de delirio y deseo. Sus manos eran dirigidas hacia unos senos hermosos, grandes y firmes, con unos pezones oscuros que apuntaban a matar, mientras ella gemía de placer. Ya la locura no se podía frenar, la hizo suya
varias veces antes de llegar a su destino.
No hubo despedidas
ni palabras entre ellos al bajarse del tren, cada uno tomó su camino como si nunca hubiese pasado nada
pero para Pablo habían sido las horas más exquisitas que jamás había sentido. El
Pablo que regresaba a su casa era otro hombre. Cuando llegó y saludó a Matilde,
ésta notó algo extraño. Se le quedó viendo sin atinar a saber qué tenía de
distinto, se volteó y se dijo, son cosas mías, que va a tener ese viejo, sino
más edad y resabios.
Pablo esa
noche no comió, se metió en el baño y permaneció allí oliendo su ropa que aún
tenía el aroma íntimo de esa muchacha. El sólo olor le hacía recordar lo vivido y su sangre corria más rápido, dándole ganas de estar, nuevamente, dentro de
esa hermosa mujer. Se bañó y acostó si decir palabras a su esposa. Esa noche
soñó con ese vagón del tren y que muchas manos lo acariciaban haciendo que se excitara como un niño dejando así, la huella de su pecado sobre las sábanas.
Ya la vida
de Pablo no era la misma. Entendió que a pesar de tener sus años podía hacer
feliz a una mujer. Volvió a intentarlo con Matilde y cambió la rutina de
buscarla pero fue inútil, ya Matilde, aquella mujer del cual se enamoró había
muerto, en su lugar reinaba una mujer seca y amargada. A la semana siguiente
empezó a salir tarde del trabajo, con la única esperanza de encontrarse,
nuevamente, con aquella linda mujer. Pero fue inútil jamás la volvió a ver. Se
convirtió en un fantasma que deambulaba por las noches entre los vagones del tren, con
la única esperanza de encontrar a la mujer de los dedos calientes.
Carmen
Pacheco
@Erotismo10
8
de octubre del 2017