Era un pueblo lleno de costumbres viejas. Sus leyes seguían siendo de los años mil ochocientos. Jamás quisieron enfrentarse al andar de los tiempos y lo que éste traía y era esa palabra tan espeluznante que los traumatizaba “El Cambio”. Decían sentirse muy bien de esa forma.
Criaban a sus hijas con un temor a Dios excesivo. Casi
no las dejaban ver, las mantenían encerradas en sus cuartos, sobre todo si se
les acercaba esa edad, que según ellos era pecaminosa y fue cuando empezaron a
casar a las niñas en épocas muy tempranas. Ya una niña de trece o catorce años
estaba, según ellos, listas para el matrimonio. Como les dije, anteriormente,
el miedo a los cambios, los obligó a volverse unos carceleros de sus hijas.
El varón no
tenía problema alguno, mientras más sinvergüenza era, la familia celebraba esas
andanzas. Cosas de la época, que aún, en nuestros tiempos siguen haciéndolo.
Pero no les
estoy hablando de los años de mil ochocientos, les relataré de personas que se
quedaron en esos años, aún en pleno siglo XXI.
Un día se
apareció un joven, que había decidido ver mundo, antes de meterse de lleno en
la Universidad y andando y andando llegó a ese pequeño caserío. Los lugareños
mantenían la localidad, cual época colonial por lo que toda las construcción
era de años muy pero muy remotos. Más no dejaba de ser pintoresco y es por eso
que, Adrián, que es como se llama el viajero, quedó fascinado por el colorido y
forma de vida de los que allí vivían.
Existía un
solo hotel u hostal, donde recibían a los pocos visitantes que llegaban hasta
allí, solamente porque, seguro estaban perdidos.
Adrián, que
ya estaba decidido a pasarla bien, conociendo los vericuetos de su país, no le
importó el aspecto de dicho pueblo, muy al contrario, causó en él una especie
de fascinación por lo que se alojó en el hotel para pasar dos días por lo
menos.
Luego de
descansar, ya que había recorrido bastante terreno, hasta que al fin encontró
el pueblo llamado “Discreción” Bajó a cenar y a buscar ambiente con los
parroquianos.
Todavía quedaba
algo de luz y decidió dar un paseo. Lo primero que visitó fue la Iglesia. Se
imaginarán el tipo de construcción que había allí. Databa del siglo XVII y como
siempre andaba con su cámara y empezó a tomar fotos aprovechando el ocaso del
día, que es donde la luz le permite tomar escenas hermosas.
En una de
las calles por donde pasó puedo ver el rostro de una chica asomada, muy
sigilosamente, por la ventana. Su rostro era angelical. Tomando su cámara, se
escondió y empezó a tomarle fotos, desde distintos ángulos. Ella ajena a lo que
pasaba, se sentó en la ventana, con una cara de melancolía que haría llorar al
propio Papa.
Adrián, en
su curiosidad fue acercándose cada vez más, hasta que la chica lo pescó en un clic
que retumbó cerca de su ventana.
Ella muy
asustada se levantó inmediatamente y cerró la ventana de un solo golpe.
Adrián quedó
prendado de tan hermosa mujer. Ya en su habitación, bajó las fotos a su laptop
y pudo observar, con más detalle, la belleza del rostro que había plasmado en
esa foto.
Su cara algo
ovalada, con unos ojos verdes y almendrados. Poblados de pestañas largas. Su nariz,
algo respingada que le daba un aire de mujer de otros lugares. El color de su
tez era blanco como de porcelana. Su boca pequeña pero con unos labios carnosos
y rojos cual fresa apetitosa, pudo observar que no traía pintura en ellos. Su quijada era pequeña
pero armonizaba perfectamente con todo su rostro. Pudo observar, en una de las fotos, que su
musa llevaba un larga cabellera, tan sedosa y brillante que el solo paso del
aire, se la mantenía en movimiento. Traía
una vestido de esos que le podemos llamar quita pasiones pero estaban tan ceñidos a su torso que se dibujaba muy bien el
contorno exquisito de esa mujer.
Adrián no
pudo dormir esa noche. Tenía que conocer a su
musa. Al otro día volvió a pasar cerca y ocultándose pudo volver a
tomarle fotos. Así pasaron unos días, hasta que al fin, la joven se quedó
tranquila cuando sintió el sonido que hacía la cámara de Adrián.
Como podrán
observar, el joven no se fue el día que tenía predestinado para partir, por lo
que se dedicó a tratar de encontrarse con esa hermosa mujer.
Un domingo,
la pudo ver cuando entraba a la iglesia. Más bella no podía ser, los ángeles se
sentirían celosos de tanta perfección.
A la salida
del culto Adrián logró encontrarse con ella de frente y sin bajar sus miradas,
se lo dijeron todo. Los padres de la joven, presurosos la tomaron de la mano y
se la llevaron, no sin que ella volteara para verlo.
Los días se
le terminaban Adrián en ese lugar y dos noches antes de tomar su camino,
nuevamente. Logró hablar con Lucero y hablando rápido la invitó a caminar. Ella
se negó porque sus padres no se lo permitirían pero le dijo -si vas al
manantial que está más abajo de la plaza, seguro podremos conversa, a eso de
las tres de la tarde-
Adrián así
lo hizo y la esperó en el lugar. En ese sitio las chicas se iban solas para
lavar algunas ropas y para ducharse de una vez.
Llegó un
grupo de ellas y Adrián buscándola entre todas, logró avistarla un poco
alejada del grupo. Como quién no quiere la cosa, se fue arrimando hasta llegar
junto a ella.
Ambos jóvenes
habían estado soñando, el uno con el otro y la chispa no se hizo esperar. Se sentaron
en una piedra grande, suficiente para ser tapados de las miradas de las otras
jóvenes. Se estrecharon las manos y se conocieron al fin.
Ella había
venido al encuentro con un traje distinto, sus voluptuosos y juveniles pechos
quedaban más expuestos a la vista de Adrián y como no usaba sujetadores, sus
pezones erguidos querían traspasar la tela de la blusa como si quisieran volar
cual ave aprisionada. Él no dejaba de verla, ni un momento.
Luego Lucero se levantó y colocándose frente a él soltó el bolso lleno de ropa dejando caer todo en el agua. Ya ella no pensaba. Comenzó a dejar caer sus prendas, muy suavemente. A medida que resbalaba por su cintura la blusa, sus pechos, que no
habían sido tocados por hombre alguno, se mostraron erguidos y voluptuosos. Adrián
estaba incómodo, ya que no sabía qué tenía que hacer en ese momento. Manteniendo la cordura observaba detenidamente cuando procedió a quietarse la falda larga que le
tapaba las piernas. La prenda bajo por sus fuertes muslos dejándola
al descubierto completamente desnuda ante él. Era la primera vez que se mostraba desnuda y sus cachetes se pintaron de rojo por la pena y las ganas de sentir la esencia de un hombre.
Adrián ya sabía lo que le pasaba al que se metiera
con una virgen de ese pueblo y no quería meterse en problemas pero qué podía
hacer, cuando la joven avanzó directamente hacia él y tomándole una mano se la
puso en su seno y la otra en sus partes bajas. Las manos de Adrián eran un
carbón encendido. Su naturaleza fue más fuerte que cualquier temor a lo que le
hicieran. Y acariciándole ambas partes la atrajo hacia sí y comenzó a besarla con
lentitud y lujuria.
La piedra
que los tapaba sirvió para que él la recostara y así pudiera poseerla. El ruido
fuerte del manantial apagó los gritos de satisfacción que sentían, el uno con
el otro. Fue un momento de locura que ambos vivieron.
Rápidamente
Lucero se puso su ropa y Adrián, todavía en shock, se ponía el pantalón, que
casi se lo lleva el agua.
Al otro día
Adrián se marchó, no sin pasar por la ventana de Lucera, quién estaba allí
esperándolo para decirle adiós.
Lucero fue
la única del pueblo que supo lo que era estar con alguien porque lo quería o lo
deseaba. Las demás tenían que aceptar los matrimonios tan disparejos que sus
padres arreglaban. Siempre será un hermoso recuerdo para esos momentos duros que le tocaría vivir.
Carmen Pacheco
lasculpasylamuertedelamorii@hotmail.com
9 de septiembre de 2015
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