miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA DELICIA DE UN ENCUENTRO...






Era un pueblo lleno de costumbres viejas. Sus leyes seguían siendo de los años mil ochocientos. Jamás quisieron enfrentarse al andar de los tiempos y lo que éste traía y era esa palabra tan espeluznante que los traumatizaba “El Cambio”. Decían sentirse muy bien de esa forma.

Criaban  a sus hijas con un temor a Dios excesivo. Casi no las dejaban ver, las mantenían encerradas en sus cuartos, sobre todo si se les acercaba esa edad, que según ellos era pecaminosa y fue cuando empezaron a casar a las niñas en épocas muy tempranas. Ya una niña de trece o catorce años estaba, según ellos, listas para el matrimonio. Como les dije, anteriormente, el miedo a los cambios, los obligó a volverse unos carceleros de sus hijas.

El varón no tenía problema alguno, mientras más sinvergüenza era, la familia celebraba esas andanzas. Cosas de la época, que aún, en nuestros tiempos siguen haciéndolo.

Pero no les estoy hablando de los años de mil ochocientos, les relataré de personas que se quedaron en esos años, aún en pleno siglo XXI.

Un día se apareció un joven, que había decidido ver mundo, antes de meterse de lleno en la Universidad y andando y andando llegó a ese pequeño caserío. Los lugareños mantenían la localidad, cual época colonial por lo que toda las construcción era de años muy pero muy remotos. Más no dejaba de ser pintoresco y es por eso que, Adrián, que es como se llama el viajero, quedó fascinado por el colorido y forma de vida de los que allí vivían.

Existía un solo hotel u hostal, donde recibían a los pocos visitantes que llegaban hasta allí, solamente porque, seguro estaban perdidos.

Adrián, que ya estaba decidido a pasarla bien, conociendo los vericuetos de su país, no le importó el aspecto de dicho pueblo, muy al contrario, causó en él una especie de fascinación por lo que se alojó en el hotel para pasar dos días por lo menos.

Luego de descansar, ya que había recorrido bastante terreno, hasta que al fin encontró el pueblo llamado “Discreción” Bajó a cenar y a buscar ambiente con los parroquianos.

Todavía quedaba algo de luz y decidió dar un paseo. Lo primero que visitó fue la Iglesia. Se imaginarán el tipo de construcción que había allí. Databa del siglo XVII y como siempre andaba con su cámara y empezó a tomar fotos aprovechando el ocaso del día, que es donde la luz le permite tomar escenas hermosas.

En una de las calles por donde pasó puedo ver el rostro de una chica asomada, muy sigilosamente, por la ventana. Su rostro era angelical. Tomando su cámara, se escondió y empezó a tomarle fotos, desde distintos ángulos. Ella ajena a lo que pasaba, se sentó en la ventana, con una cara de melancolía que haría llorar al propio Papa.

Adrián, en su curiosidad fue acercándose cada vez más, hasta que la chica lo pescó en un clic que retumbó cerca de su ventana.

Ella muy asustada se levantó inmediatamente y cerró la ventana de un solo golpe.

Adrián quedó prendado de tan hermosa mujer. Ya en su habitación, bajó las fotos a su laptop y pudo observar, con más detalle, la belleza del rostro que había plasmado en esa foto.

Su cara algo ovalada, con unos ojos verdes y almendrados. Poblados de pestañas largas. Su nariz, algo respingada que le daba un aire de mujer de otros lugares. El color de su tez era blanco como de porcelana. Su boca pequeña pero con unos labios carnosos y rojos cual fresa apetitosa, pudo observar que no traía pintura en ellos. Su quijada era pequeña pero armonizaba perfectamente con todo su rostro. Pudo observar, en una de las fotos, que su musa llevaba un larga cabellera, tan sedosa y brillante que el solo paso del aire, se la mantenía en movimiento.  Traía una vestido de esos que le podemos llamar quita pasiones pero estaban tan ceñidos  a su torso que se dibujaba muy bien el contorno exquisito de esa mujer.

Adrián no pudo dormir esa noche. Tenía que conocer a su  musa. Al otro día volvió a pasar cerca y ocultándose pudo volver a tomarle fotos. Así pasaron unos días, hasta que al fin, la joven se quedó tranquila cuando sintió el sonido que hacía la cámara de Adrián.

Como podrán observar, el joven no se fue el día que tenía predestinado para partir, por lo que se dedicó a tratar de encontrarse con esa hermosa mujer.

Un domingo, la pudo ver cuando entraba a la iglesia. Más bella no podía ser, los ángeles se sentirían celosos de tanta perfección.

A la salida del culto Adrián logró encontrarse con ella de frente y sin bajar sus miradas, se lo dijeron todo. Los padres de la joven, presurosos la tomaron de la mano y se la llevaron, no sin que ella volteara para verlo.

Los días se le terminaban Adrián en ese lugar y dos noches antes de tomar su camino, nuevamente. Logró hablar con Lucero y hablando rápido la invitó a caminar. Ella se negó porque sus padres no se lo permitirían pero le dijo -si vas al manantial que está más abajo de la plaza, seguro podremos conversa, a eso de las tres de la tarde-

Adrián así lo hizo y la esperó en el lugar. En ese sitio las chicas se iban solas para lavar algunas ropas y para ducharse de una vez.

Llegó un grupo de ellas y Adrián buscándola entre todas, logró avistarla un poco alejada del grupo. Como quién no quiere la cosa, se fue arrimando hasta llegar junto a ella.

Ambos jóvenes habían estado soñando, el uno con el otro y la chispa no se hizo esperar. Se sentaron en una piedra grande, suficiente para ser tapados de las miradas de las otras jóvenes. Se estrecharon las manos y se conocieron al fin.

Ella había venido al encuentro con un traje distinto, sus voluptuosos y juveniles pechos quedaban más expuestos a la vista de Adrián y como no usaba sujetadores, sus pezones erguidos querían traspasar la tela de la blusa como si quisieran volar cual ave aprisionada. Él no dejaba de verla, ni un momento.

Luego Lucero se levantó y colocándose frente a él soltó el bolso lleno de ropa dejando caer todo en el agua. Ya ella no pensaba. Comenzó a dejar caer sus prendas, muy suavemente. A medida que resbalaba por su cintura la blusa, sus pechos, que no habían sido tocados por hombre alguno, se mostraron erguidos y voluptuosos. Adrián estaba incómodo, ya que no sabía qué tenía que hacer en ese momento. Manteniendo la cordura observaba detenidamente cuando procedió a quietarse la falda larga que le tapaba las piernas. La prenda bajo por sus fuertes muslos dejándola al descubierto completamente desnuda ante él. Era la primera vez que se mostraba desnuda y sus cachetes se pintaron de rojo por la pena y las ganas de sentir la esencia de un hombre.

 Adrián ya sabía lo que le pasaba al que se metiera con una virgen de ese pueblo y no quería meterse en problemas pero qué podía hacer, cuando la joven avanzó directamente hacia él y tomándole una mano se la puso en su seno y la otra en sus partes bajas. Las manos de Adrián eran un carbón encendido. Su naturaleza fue más fuerte que cualquier temor a lo que le hicieran. Y acariciándole ambas partes la atrajo hacia sí y comenzó a besarla con lentitud y lujuria.

La piedra que los tapaba sirvió para que él la recostara y así pudiera poseerla. El ruido fuerte del manantial apagó los gritos de satisfacción que sentían, el uno con el otro. Fue un momento de locura que ambos vivieron.

Rápidamente Lucero se puso su ropa y Adrián, todavía en shock, se ponía el pantalón, que casi se lo lleva el agua.

Al otro día Adrián se marchó, no sin pasar por la ventana de Lucera, quién estaba allí esperándolo para decirle adiós.

Lucero fue la única del pueblo que supo lo que era estar con alguien porque lo quería o lo deseaba. Las demás tenían que aceptar los matrimonios tan disparejos que sus padres arreglaban. Siempre será un hermoso recuerdo para esos momentos duros que le tocaría vivir.



Carmen Pacheco
lasculpasylamuertedelamorii@hotmail.com
9 de septiembre de 2015         


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