Luego de un arduo
día de trabajo llegó a su casa con la firme intención de no atender el teléfono
y así poder introducirse en ese libro que la tenía muy entusiasmada.
Eleonora era
una mujer joven. Respondía a todo aquello que la llevara a contradecir los
cánones impuestos por la sociedad. Disfrutaba de una buena discusión. Sobre todo
si tenía que ver con deidades e historias antiquísimas de su tierra.
Llegó soltando
cartera y papeles. Sacudía los pies para que desaparecieran esos grilletes que
le imponía la sociedad “Los Zapatos”. Cuando niña la regañaban mucho por andar
descalza. Ella les decía mientras corría para que no le pisaran los dedos, “Así
consigo mantener contacto con el planeta” y su falda era como una bandera al
viento al subir los escalones, de dos en dos, mientras su abuela, jadeando al
pie de ésta, se le quedaba mirando con una sonrisa de amor. No entendía por qué
no podía molestarse con su nieta.
No llegaba a
los treinta. Sus ojos eran oscuros y profundos, como el fondo de la laguna de los
muertos, esa que mentaban tanto sus viejos, donde las doncellas eran lanzadas
como ofrenda a los Dioses de sus ancestros. Tenía la mirada directa e
inquisidora. No dejaba que se le pasara nada. Definitivamente tenía un alma
vieja.
Llevaba poco
tiempo viviendo sola. Para ella había sido el mayor alcance de privacidad anhelada.
Necesitaba oxígeno y en casa de sus padres, ya no alcanzaba a respirarlo. Los amaba
pero sentía que era el momento de lanzarse a volar en la búsqueda de distintos horizontes
y nuevas experiencias.
Colocó música
relajante y prendió incienso. Era viernes y eso significaba que al otro día
no tenía que despertarse temprano, así que se sirvió una copa de vino y fue a
darse una exquisito baño de espumas.
El calor del
agua la ceñía a medida que iba introduciéndose en la bañera. El agua estaba temperada
y con unas sales que le dejó, como regalo, su abuela, antes de morir. En dicho
obsequio venía una nota: “Nunca te bañes con estas sales, mientras consumas
alcohol” Son esas indicaciones que muchas veces obviamos por pensar que no es
importante leerlas.
Colocó unas
velas en las esquinas de la bañera y en una mesita el vino y la copa. Ya tenía
el momento perfecto para liberase de todo el stress de la semana.
El silencio
de ese viernes no era normal. Regularmente, los vecinos hacían unas fiestas
estruendosas, que muchas veces habían tenido que llamar a las autoridades para
obligarlos a bajarle el tono de la música. Pero esta noche, todo estaba en
calma. El ambiente de la habitación era denso como un chocolate espeso y oscuro como noche de Luna nueva pero se sentía muy placentero.
A la tercera
copa, Eleonor sentía que estaba en el océano. Su cuerpo se distendió tanto que
sus pechos flotaban fuera del agua cual boyas marinas. Sus pezones enarbolados
eran como dos banderas rígidas que se movían al vaivén de las aguas. Esa sensación
le producía placer. En su mente aparecía ella en una playa, que la llevaba a la
orilla y la regresaba al fondo como manos que acariciaban.
Ya ella no
estaba en la bañera de su apartamento. Palmeras se tongoneaban bajo la fuerte
brisa que allí había. El aire traía el olor a salitre y a leña quemada. Su rostro miraba al cielo. La Luna le guiñaba un ojo,
mientras una nube le acariciaba las nalgas. Eleonora se sentía en complicidad
con aquella Luna, que la invitaba a sentir.
La música
venía de un búngalo no muy alejado de la playa. El mar la sacaba hacia la
orilla muy lentamente. Su cuerpo desnudo sentía como era arrastrada fuera del
agua pero con una suavidad que excitaba. Sus pechos seguían apuntando a las
estrellas, cuando sintió que la llevaban cargada hacia dónde provenía esa
deliciosa melodía.
Ya Eleonor
no era dueña de su cordura. Fue colocada en una manta sobre el suelo, con una
suavidad exquisita. Su cuerpo siempre se mantuvo caliente y a la expectativa. Con
los ojos cerrados y la mente abierta percibió un olor a canela que se le
acercaba lentamente. Su cuerpo excitado se puso en guardia. Sus glándulas
comenzaron a segregar, su piel entera esperaba
la sensación. Ella sola se removía de placer, sin que la hubiesen tocado.
Una lengua
la invitó a abrir su boca. Ésta se introdujo cual serpiente, humedeciéndole todas
las sensaciones. Ya su cuerpo pedía, exigía más de ésa alucinación. A lo lejos
oyó cómo unas campanas eran tocadas con insistencia pero fue por un segundo que
se extravió de la concentración en que estaba. Lentamente fue abriendo las
piernas y sintió la caricia estremecedora que iba por sus muslos hasta el
vientre palpitante.
Sus hermosos
senos eran besados y bebidos como jamás había sentido. Sus quejidos se
entretejían con la melodía que brincaba por entre los balcones, haciendo del lugar
un escenario de entrega.
No podía
aguantar más, cuando, en un momento su cuerpo no fue uno, ya eran dos
entrelazados en una danza frenética de sexo y lujuria. Ella se dejaba amar
entregándose en los brazos de algo que la llevaba a viajar hasta aquella Luna
coqueta, que le había guiñado un ojo. En ese momento su miedo a sentir le daba
paso a la autenticidad de sus sentimientos. Esa noche fue amada varias veces
como jamás lo había sido.
El silencio
la despierta sigue en la bañera. Las velas se han consumido, a la botella de vino
aún le queda algo del exquisito líquido. Su cuerpo presentaba el comportamiento del
que ha permanecido mucho tiempo en el agua. Cuando logra despertarse bien,
entiende que su abuela tenía razón, cuando le avisó del riesgo de beber y
sumergirse en las aguas repletas de peligrosos cristales.
Carmen
Pacheco
@Erotismo10
16
de febrero de 2018